Vistas de página en total

miércoles, 2 de noviembre de 2011

CUENTAS CLARAS

Manu y yo teníamos 11 años. Arrastrábamos una amistad que había sido gestada un poco por nuestros padres y otro poco por la cercanía de nuestras casas. Nos dividía la casa de Hugo, el viejo viudo y piola que nos cuidaba cuando jugábamos en la vereda. Eran otros tiempos, claro.
Hacíamos todo juntos, y si bien no íbamos a la misma clase, las tardes eran nuestras.
Yo me atrevía a todo, porque él estaba conmigo, cada casa abandonada era una aventura, nos sentíamos en la escena de un crimen, o rodeados de peligro ante la aparición de una lata "extraña" de alguien que hubiera estado ahí la noche anterior y siempre cada macana se enfrentaba de a dos.
La tarde del 5 de enero andábamos eufóricos, estábamos contando las horas para acostarnos y que llegaran los reyes magos. Hacía un calor espantoso, de esos calores que existen en los pueblos más calmos. Corríamos carreras, él estrenaba una bici que no paraba de adorar, se la había traído papá Noel y yo estaba con la mía, la de siempre, la que heredé de mi hermana y aún conservo.
Una piedra minúscula en el asfalto seco y desolado, fue suficiente para que Macu perdiera el equilibrio que había logrado con su hazaña de andar sin manos y encima ganarme en velocidad. Todo fue rápido y casi no guardo recuerdos, él cayó y el primer impacto fue con su cara. Su cara dejaba sellada aquella calle para siempre, y yo, aterrorizada y espantada, con un poco de culpa digna de la edad y pensar qué dirían mis papás, corté la respiración, volví en mí y me fui rápido a mi casa.
Nadie me dijo nada, solo supe por mis papás que había estado allí tirado casi una hora y se había quebrado el cuello y la mandíbula, gravedad que comprendí con los años.
No lo fui a visitar, ni a su casa cuando se recuperaba, ni me arrimé al grupo que le dio la bienvenida cuando llegó al colegio. Nos miramos fijo alguna vez, pero nunca más nos atrevimos a hacerlo. Algo se había roto. Algo que era mucho menos reparable que un hueso. Los años pasaros y con él nos encontramos en diferentes circunstancias, no hay pueblo que se resista a los momentos incómodos. Pero aprendimos a ignorarnos, aunque él era inconfundible con ese movimiento involuntario que le había quedado en el cuello. Parecía como si nada hubiera existido, ni esa amistad que tanto prometía 15 años atrás.
El 8 de enero, noche de mi cumpleaños, me dirigía por la misma calle hacia casa de mis padres, con un calor sofocante y un dolor de cabeza que me decía que nunca debiera haber ido allí. Manejaba como tanto odiaba mi madre: "como si me estuvieran siguiendo", y es que uno se acostumbra a una velocidad y la "normal" pasa a ser lenta y aburrida.
Cuando doblé la esquina, olvidé por completo el nuevo lomo de burro que la municipalidad había mandado a construir, por gente como yo. El auto dio un salto que me elevó del asiento también a mí, y cuando caí golpee mi mandíbula contra el volante y sentí que perdía el conocimiento. No sé lo que siguió ahí, mi cabeza quedó mirando hacia la ventanilla abierta que dejaba entrar esa noche de verano, y pude ver con un intento borroso a un hombre ser testigo de la escena apoyado en una bicicleta, que se acercó, miró y se alejó. Lo reconocí mientras se iba, su cuello se movía, como siempre, hacia todos lados.
Mientras mi cuerpo quedaba inmóvil ahí, por la puerta se escapaba un pequeño hilo de sangre, lleno de soledad y justicia.