EL CRIMEN DE SEGURO
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jueves, 17 de mayo de 2012
HABLE CON ELLA
Tenía tristeza en los ojos, al menos eso percibí yo. Supe que no había mucha claridad en los motivos, pero también que eran muchos más de los que aparentaba.
Todo lo que sigue fue deducción; o casi todo, ya que su mirada hablaba.
Eran dos personas en una, se contradecían al hablar en silencio. Notaba una frialdad entre ambas que me confundía, porque estaban en el mismo cuerpo. Convivían con contrariedades inexplicables e insostenibles recíprocamente. Me dio pena la bipolaridad de su rostro desencajado y reprimido.
Le sostuve la mirada por largo tiempo, y ella no fue menos. Traté, en vano, de comprender uno de los motivos, pero descubrí que solo eran ramificaciones del enojo consigo misma. No se dejaba ayudar, solamente me mantuve en silencio también y ahí pudimos hablar. Me dijo tantas cosas importantes que olvidé una por una. Al cabo de cuatro frases había olvidado la primera. Comprendí que era producto de su variable argumento ante cada desconsuelo.
No le creía nada, o casi nada. Pero de todos modos entendía lo que decía, porque no estaba mintiendo, solo que no sabía contar su historia. Digamos que todo tenía sentido, pero la exageración de su estado denotaba su carne viva.
Quise que no me importara su estado angustioso y adictivo elegido, porque pensaba que a las elecciones le sobrevienen responsabilidades, y era la suya hacerse cargo de sufrir si así lo deseaba. Pero de pronto, en medio del silencio hubo un silencio que fue peor que todos… cuando me pidió ayuda. Respondí con el mismo idioma y sin más me fui, yo no podía hacer nada por ella hasta que no quisiera hablar de verdad. Aparte me había aburrido.
Me vestí y salí del baño. Los espejos después de un rato suelen doler por demás.
miércoles, 2 de noviembre de 2011
CUENTAS CLARAS
Manu y yo teníamos 11 años. Arrastrábamos una amistad que había sido gestada un poco por nuestros padres y otro poco por la cercanía de nuestras casas. Nos dividía la casa de Hugo, el viejo viudo y piola que nos cuidaba cuando jugábamos en la vereda. Eran otros tiempos, claro.
Hacíamos todo juntos, y si bien no íbamos a la misma clase, las tardes eran nuestras.
Yo me atrevía a todo, porque él estaba conmigo, cada casa abandonada era una aventura, nos sentíamos en la escena de un crimen, o rodeados de peligro ante la aparición de una lata "extraña" de alguien que hubiera estado ahí la noche anterior y siempre cada macana se enfrentaba de a dos.
La tarde del 5 de enero andábamos eufóricos, estábamos contando las horas para acostarnos y que llegaran los reyes magos. Hacía un calor espantoso, de esos calores que existen en los pueblos más calmos. Corríamos carreras, él estrenaba una bici que no paraba de adorar, se la había traído papá Noel y yo estaba con la mía, la de siempre, la que heredé de mi hermana y aún conservo.
Una piedra minúscula en el asfalto seco y desolado, fue suficiente para que Macu perdiera el equilibrio que había logrado con su hazaña de andar sin manos y encima ganarme en velocidad. Todo fue rápido y casi no guardo recuerdos, él cayó y el primer impacto fue con su cara. Su cara dejaba sellada aquella calle para siempre, y yo, aterrorizada y espantada, con un poco de culpa digna de la edad y pensar qué dirían mis papás, corté la respiración, volví en mí y me fui rápido a mi casa.
Nadie me dijo nada, solo supe por mis papás que había estado allí tirado casi una hora y se había quebrado el cuello y la mandíbula, gravedad que comprendí con los años.
No lo fui a visitar, ni a su casa cuando se recuperaba, ni me arrimé al grupo que le dio la bienvenida cuando llegó al colegio. Nos miramos fijo alguna vez, pero nunca más nos atrevimos a hacerlo. Algo se había roto. Algo que era mucho menos reparable que un hueso. Los años pasaros y con él nos encontramos en diferentes circunstancias, no hay pueblo que se resista a los momentos incómodos. Pero aprendimos a ignorarnos, aunque él era inconfundible con ese movimiento involuntario que le había quedado en el cuello. Parecía como si nada hubiera existido, ni esa amistad que tanto prometía 15 años atrás.
El 8 de enero, noche de mi cumpleaños, me dirigía por la misma calle hacia casa de mis padres, con un calor sofocante y un dolor de cabeza que me decía que nunca debiera haber ido allí. Manejaba como tanto odiaba mi madre: "como si me estuvieran siguiendo", y es que uno se acostumbra a una velocidad y la "normal" pasa a ser lenta y aburrida.
Cuando doblé la esquina, olvidé por completo el nuevo lomo de burro que la municipalidad había mandado a construir, por gente como yo. El auto dio un salto que me elevó del asiento también a mí, y cuando caí golpee mi mandíbula contra el volante y sentí que perdía el conocimiento. No sé lo que siguió ahí, mi cabeza quedó mirando hacia la ventanilla abierta que dejaba entrar esa noche de verano, y pude ver con un intento borroso a un hombre ser testigo de la escena apoyado en una bicicleta, que se acercó, miró y se alejó. Lo reconocí mientras se iba, su cuello se movía, como siempre, hacia todos lados.
Mientras mi cuerpo quedaba inmóvil ahí, por la puerta se escapaba un pequeño hilo de sangre, lleno de soledad y justicia.
Hacíamos todo juntos, y si bien no íbamos a la misma clase, las tardes eran nuestras.
Yo me atrevía a todo, porque él estaba conmigo, cada casa abandonada era una aventura, nos sentíamos en la escena de un crimen, o rodeados de peligro ante la aparición de una lata "extraña" de alguien que hubiera estado ahí la noche anterior y siempre cada macana se enfrentaba de a dos.
La tarde del 5 de enero andábamos eufóricos, estábamos contando las horas para acostarnos y que llegaran los reyes magos. Hacía un calor espantoso, de esos calores que existen en los pueblos más calmos. Corríamos carreras, él estrenaba una bici que no paraba de adorar, se la había traído papá Noel y yo estaba con la mía, la de siempre, la que heredé de mi hermana y aún conservo.
Una piedra minúscula en el asfalto seco y desolado, fue suficiente para que Macu perdiera el equilibrio que había logrado con su hazaña de andar sin manos y encima ganarme en velocidad. Todo fue rápido y casi no guardo recuerdos, él cayó y el primer impacto fue con su cara. Su cara dejaba sellada aquella calle para siempre, y yo, aterrorizada y espantada, con un poco de culpa digna de la edad y pensar qué dirían mis papás, corté la respiración, volví en mí y me fui rápido a mi casa.
Nadie me dijo nada, solo supe por mis papás que había estado allí tirado casi una hora y se había quebrado el cuello y la mandíbula, gravedad que comprendí con los años.
No lo fui a visitar, ni a su casa cuando se recuperaba, ni me arrimé al grupo que le dio la bienvenida cuando llegó al colegio. Nos miramos fijo alguna vez, pero nunca más nos atrevimos a hacerlo. Algo se había roto. Algo que era mucho menos reparable que un hueso. Los años pasaros y con él nos encontramos en diferentes circunstancias, no hay pueblo que se resista a los momentos incómodos. Pero aprendimos a ignorarnos, aunque él era inconfundible con ese movimiento involuntario que le había quedado en el cuello. Parecía como si nada hubiera existido, ni esa amistad que tanto prometía 15 años atrás.
El 8 de enero, noche de mi cumpleaños, me dirigía por la misma calle hacia casa de mis padres, con un calor sofocante y un dolor de cabeza que me decía que nunca debiera haber ido allí. Manejaba como tanto odiaba mi madre: "como si me estuvieran siguiendo", y es que uno se acostumbra a una velocidad y la "normal" pasa a ser lenta y aburrida.
Cuando doblé la esquina, olvidé por completo el nuevo lomo de burro que la municipalidad había mandado a construir, por gente como yo. El auto dio un salto que me elevó del asiento también a mí, y cuando caí golpee mi mandíbula contra el volante y sentí que perdía el conocimiento. No sé lo que siguió ahí, mi cabeza quedó mirando hacia la ventanilla abierta que dejaba entrar esa noche de verano, y pude ver con un intento borroso a un hombre ser testigo de la escena apoyado en una bicicleta, que se acercó, miró y se alejó. Lo reconocí mientras se iba, su cuello se movía, como siempre, hacia todos lados.
Mientras mi cuerpo quedaba inmóvil ahí, por la puerta se escapaba un pequeño hilo de sangre, lleno de soledad y justicia.
jueves, 8 de septiembre de 2011
EL TIRO DE GRACIA
Javier se suicidó. Se suicidó porque su mujer rechazó, por error, una encomienda que él había pedido con productos para vender, previo depósito bancario.
Su mujer, Verónica, había ido a su casa a buscar unas últimas cosas antes de mudarse a un lujoso departamento al centro. Se mudaba luego de descubrir que su esposo había perdido el trabajo. Lo había perdido porque se había acostado con una colega, que era la novia oculta de su jefe, casado.
Javier había caído en ese amorío tras los constantes rechazos de su esposa, quién atravesaba hacía tiempo una gran depresión, luego de despedir a su hijo hacia España, quién una vez allá conoció a una francesa que lo enamoró y lo casó a la distancia.
Durante los casi 11 meses de lejanía de Nahuel, su hijo, Verónica había planeado una visita a Europa que le quitaba más que el sueño. Por motivos laborales no había podido hacerlo, por lo que tenía cantidad de dinero ahorrado, y de sobra.
Luego de una variedad de entrevistas de trabajo poco atractivas que Javier no había logrado pasar (ni había querido), fue a visitar a sus padres, a quienes no veía desde que era un joven rebelde y con pocas ideas, para pedir dinero y salvar la hipoteca, tras el abandono de su mujer. Por otro lado, sus padres, eran unos autoritarios que nunca habían aceptado nada de su forma de vida, ni su elección matrimonial ni sus estudios, ni su ex trabajo. Ahora tampoco aceptaban hacerse cargo de su error. Salió como entró, sin plata y sin padres.
Ante la inminente caída de lo último real que le quedaba, su casa, en una desesperada elección tomó los ahorros de Verónica con el fin de hacer una compra de cuatro equipos de antenas parabólicas, kit completo con aparatos de orientación de la misma para ver televisión satelital. Juró devolver, luego de recuperarlos con ganancias, peso a peso antes de que ella se enterase. Por lo visto su mujer se enteró. Y Javier se suicidó.
Su mujer, Verónica, había ido a su casa a buscar unas últimas cosas antes de mudarse a un lujoso departamento al centro. Se mudaba luego de descubrir que su esposo había perdido el trabajo. Lo había perdido porque se había acostado con una colega, que era la novia oculta de su jefe, casado.
Javier había caído en ese amorío tras los constantes rechazos de su esposa, quién atravesaba hacía tiempo una gran depresión, luego de despedir a su hijo hacia España, quién una vez allá conoció a una francesa que lo enamoró y lo casó a la distancia.
Durante los casi 11 meses de lejanía de Nahuel, su hijo, Verónica había planeado una visita a Europa que le quitaba más que el sueño. Por motivos laborales no había podido hacerlo, por lo que tenía cantidad de dinero ahorrado, y de sobra.
Luego de una variedad de entrevistas de trabajo poco atractivas que Javier no había logrado pasar (ni había querido), fue a visitar a sus padres, a quienes no veía desde que era un joven rebelde y con pocas ideas, para pedir dinero y salvar la hipoteca, tras el abandono de su mujer. Por otro lado, sus padres, eran unos autoritarios que nunca habían aceptado nada de su forma de vida, ni su elección matrimonial ni sus estudios, ni su ex trabajo. Ahora tampoco aceptaban hacerse cargo de su error. Salió como entró, sin plata y sin padres.
Ante la inminente caída de lo último real que le quedaba, su casa, en una desesperada elección tomó los ahorros de Verónica con el fin de hacer una compra de cuatro equipos de antenas parabólicas, kit completo con aparatos de orientación de la misma para ver televisión satelital. Juró devolver, luego de recuperarlos con ganancias, peso a peso antes de que ella se enterase. Por lo visto su mujer se enteró. Y Javier se suicidó.
lunes, 18 de julio de 2011
FIN DE SEMANA
Te doy noches eternas, rencores pasados, heridas abiertas, broncas generacionales, cicatrices que aún duelen, enojos sorpresivos, golpes de palabras, agresiones infundamentadas, amor en código, un ceño fruncido, dos días olvidables, tardes borrosas, gritos agudos, sueños frustrados, ordenes de colimba, cariño camuflado, depresiones asesinas, actitudes bochornosas, violencias no contenidas, compañia en cuotas. Te llevo el mate a la cama, te despierto con un beso y comenzamos la semana.
domingo, 10 de julio de 2011
MI HIJO PEDRO
Estoy parada en el borde del abismo de toda adolescente que tiene una noche fugaz con un desconocido, y ahora afronta la pregunta: "¿lo vas a tener?".
Para algunas chicas de mi edad es el infierno, para otras una oportunidad. Para mí... aún no lo sé, y quizás no lo sepa nunca, o dentro de muchos años. O ésta tarde.
Justo en este momento soy, para algunos, una futura asesina, para otros, una víctima de mí misma. Para mí... aún no lo sé, o quizás nunca lo sepa, o dentro de muchos años. O ésta tarde.
Ya pasé las primeras 72 hs de tragedia. La noticia, la negación, el temor, la vergüenza, el miedo y la resignación. También vi a mi madre pasar por las mismas calles, y a mi padre ni siquiera tomarse el trabajo de mirarme y odiarme. No sé qué pasa con ellos, al menos no en verdad. Sé que están tomando el camino que muchos padres. Tomando decisiones correctas, asesorándose con los mejores "médicos".
A pesar del defraude que les ha provocado la "nena de la familia" me dieron el poder de elegir. No voy a mentir, no sé si es lo correcto, no sé qué facturas me pasará el destino, no sé cuál será el precio de mi consciencia ni quién seré mañana. Hoy, elijo ser asesina. Para algunos.
Camino a la "clínica" que nunca vi y espero no volver a ver, recibo el aliento de mi hermana mayor. Me abraza fuerte, me consuela, me contiene, me ayuda a luchar contra el miedo. Es extraño de qué va el amor. En las peores metidas de pata, nunca te abandonan.
Lloro, lloro porque he fallado, lloro porque hubiera querido que todo sea distinto, lloro porque no veo la maldita hora de acabar con esto. Sacar lo que haya que sacar y seguir con mi vida. Dar vuelta la página, y "aquí no ha pasado nada". Aunque en el fondo, lloro porque siempre voy a cargar con la decisión que a mi juicio, es correcta.
Tantos nervios, tanta desesperación, tanto infierno en mi cabeza. Entro, al fin, a la "clínica" donde nadie mira con dignidad a nadie. Me siento y veo como mi madre hace un papeleo absurdo, que tendrá como certificado el dinero. Me empiezo a sentir mal, me mareo, siento náuseas, me están explotando por dentro todos los gritos contenidos en estos últimos 3 días. Siento que voy a vomitar y de pronto me despierto en una cama.
No siento la mitad del cuerpo, no siento nada. Ni siquiera entiendo qué pasó. Tardo apenas unos minutos en orientarme y escucho a una mujer decirle a mi madre que lo perdí, por razones emocionales, suponen, en su ignorancia médica.
Me invade una angustia extraña, y en el intento de pensar que todo decantó (gracias a Dios) sin intervenciones de terceros, me viene a la mente un nombre. Extrañamente me viene el nombre que le hubiera puesto. "Pedro"
miércoles, 29 de junio de 2011
TIENES UN E-MAIL
Hace ya 6 meses me dejó mi novio. En enero y a 5 días de mi cumpleaños. Hoy me levanté y encontré este e-mail:
-----------------------------
Gorda:
Sé que te va a resultar totalmente desconcertante este mail 6 meses después. No quiero imaginar por lo que has pasado este tiempo, pero elegí hacerlo así porque creo que luego de tanta distancia vas a poder leer desde otro ángulo. Vas a darte el espacio necesario en tu mente, vas a tener más calma, y en estas letras vas a poder leer cuantas veces quieras, hasta comprenderme y dejar de odiarme, si es que todavía lo hacés.
Te dejé porque no podía lastimarte un centímetro más en mi corazón. Te dejé porque de tanto amarte me enfermé, y fue tanto el miedo a perderte que te disminuí a la peor expresión que conocí de vos. Te convertí en mi sombra, y cuando te vi tan falta de identidad ya no te pude amar más. Te perdí el respeto.
Decidí irme, después de hacer un repaso en mi cabeza del año que vivimos juntos. Desde que me mudé a tu casa te aprendí a amar mucho más, pero también a mentirme. No podía parar de hacerlo, te lastimaba, me mentía para convencerme que era la última vez, y ya con la coartada en mi cabeza, iba directo a mentirte a vos una vez más.
En tus ojos vi cientos de veces el dolor y la desorientación que te provocaba mi violencia psicológica. Es que yo no podía ser distinto. Te veía tan llena de vida, tan optimista, tan alegre cada mañana, que no toleraba que no tuvieras la capacidad de contagiarmela a mí. Te pedí a gritos que me dieras algo de tu vida, y al final te lo terminé robando yo. Yo te robé la alegría y como quien compra un algo sin manual, no supe que hacer con ella, y la guardé vaya a saber donde.
Soy tan oscuro, que encontrarte a vos fue una muestra de que otro mundo es posible. No pude cuidarte de mí y mi realismo arrollador. Sigo teniendo miles de dudas en mi cabeza. Las noches enteras de discusión, que acababan en la nada misma y yo lleno de odio me dormía para no golpearte (porque nunca le levantaría la mano a una mujer, aunque sabía otros modos más efectivos), y vos que a la mañana siguiente, tan conciliadora y pasiva me llevabas el mate a la cama. Me desgarraba el alma verte tan hermosa y sencilla que deseaba que te fueras, no toleraba verte, porque en vos veía mis limitaciones emocionales.
Nunca pude darte nada. Ni siquiera entiendo cómo fue que llegaste a amarme.
Me fui, cuando entendí que ya no eras la que había conocido. este último tiempo ya no me llevabas el desayuno, ya no eras tan flexible, no cantabas esas canciones tontas ni te reías tanto. Te dejé porque vos dejaste de ser la que yo amaba. Entiendo que robarte la alegría era parte de ese cambio, pero tampoco quiero creer que todo será culpa mía.
Entiendo que he sido un error en tu vida, y como no pude darte nada, tampoco quise dejarte nada. Por eso me llevé la Netbook, el LCD y los sillones. Temí que tu duelo se viera truncado por verme aún en el sillón mirando tv, o en el "twitter ese" que usaba. No quise que ningún recuerdo te evitara salir adelante, porque vos te merecés más. Por eso también, y espero ya lo hayas superado, me llevé el sommier, donde pasamos tantas noches juntos.
Espero que tu vida esté feliz y me respondas contándome todo.
Besos
Francisco
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¡QUÉ HIJO DE PUTA!
martes, 21 de junio de 2011
NADA SE PIERDE
Por mis padres, o mejor dicho mi padre y su ausencia, desde chica he visto a mi madre saltar de hombre en hombre buscando al indicado. Tuve tantos padres como se puede imaginar a lo largo de mis 15 años, época en que mamá falleció.
Supongo que el hacer natural algo antinatural desde temprana edad, hace que uno desdramatice y encuentre cierta comicidad. Y aunque no siempre era cómico el asunto, incluso a veces parecía tétrico, a mi me daba una adrenalina extraña.
Había conseguido encontrar diversión en algo absolutamente triste, la desesperación y eterna adolescencia de una mujer. A tal punto que cada vez que la encontraba llorando, cuando atravesaba la puerta a las 17:15 de cada día, con una mochila que casi doblaba el tamaño de mi espalda, sabía que debía estar en silencio, pero ya empezaba a pensar quién sería el siguiente. "¿Será de esos señores con trajes y maletín? ¿Andará en un auto lindo? ¿Será el dueño de un parque de diversiones? ¿Tendrá una juguetería? O mejor aún, Un kiosco!". Todas esas preguntas ocupaban el suficiente espacio en mi mente, como para que mis oídos perdieran la concentración de escuchar a mi madre en la cocina sonándose la nariz y tosiendo de manera extraña.
Fui hija de un hombre que al principio usaba traje, pero con el tiempo estaba siempre en casa enojado y todo sucio. Había otro que era lindo, era rubio, no como mamá y yo y siempre salía de noche. Y también me acuerdo de Julio, que una vez lo vino a buscar una mujer llorando y le pegaba y en el auto esperaban dos nenes que me miraban como culpándome de algo. No podría contar todo, ni por cantidad ni por respeto.
Cuando ya fui más grande no era tan divertido verla llorar, sobre todo porque ya no veía un futuro papá en ella, sino una pobre mujer lastimada. Me había empezado a identificar en el mismo momento en que me rompieron por primera vez el corazón a mí, un chico un año más grande que hoy es un buen conocido, y nunca supo cuánto me dolió. Yo me ponía a su par, pero no podía aceptar su vicio a la derrota, mientras que admiraba con lástima y vergüenza ajena sus inacabables esperanzas.
Por fin llegó Claudio, elegante sin exagerar, letrado, profesor de literatura en la facultad y sin familia. No vivía con nosotras, porque tenía una casa más linda y más cerca de donde trabajaba. Asique venía a veces, pero la mayoría de las veces mamá iba a dormir a su casa. Yo ya era más grande y no había de qué preocuparse. Aparte estaba en la edad ideal de hacer lo que quería y ella me facilitaba, sin saberlo, todo para divertirme. Porque Claudio era bueno, pero sobre todo convenido y mientras yo tuviera plata para cine, ropa y juntada con amigas, no molestaba. Era un pacto implícito entre los tres.
Esos años los recuerdo veloces, ni buenos ni malos. Yo terminé el colegio y al tiempo empecé a trabajar en una mutual ferroviaria, desde donde escribo. Pagué el precio de la diversión mal sana, mamá murió por causas naturales y Claudio nunca se olvidó de mí, aunque con la nueva novia empezó a venir cada vez menos y cada uno tomó su camino.
Cuento esto porque diez años después, veo a mi hija entrar y cada vez que me encuentra en el sillón llorando por algún estúpido que me ilusionay se va, se me parte el alma, juro que se me parte el alma, pero a ella... yo sí le voy a dar el padre que merece.
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