Hasta ese momento era más que una mirada, dos ojos desviando la atención que le provocaban mis piernas. Disimulaba tan mal que atiné a pensar que se trataba de una indirecta.
Yo crucé mis extremidades descubiertas para hacerle más difícil el trabajo de esquivarme, fantaseaba con sus celos desparramados sobre mi mesa al ver que otro apoyaba su mano en una de ellas, tan indiferente a la situación y con una risa exagerada y despreocupada hacia nuestros amigos.
Pero en un segundo la risa y la caricia fueron determinantes y lo ví rendirse ante la no lucha de lo efímero y ajeno. Me invadió la soledad, la cerveza con espuma en su boca ahora era el placer y yo era el pasado, el instante muerto a olvido. Atrás quedaban los segundos de sudor que había sentido al mirarme.
Me volví pequeña y la sombra de una mujer sensual, la mala resaca de la seducción, y seguro de sí mismo se dejó devorar por la puerta que conducía a los baños.
Todas las mujeres alegres en el bar parecían reírse de mí, y me cuestioné en silencio mi poco gusto y estilo de vestuario, con una vergüenza que horas atrás era insospechada.
No sé si volvió a la barra, porque pude divisar que dos mesas a la derecha un hombre mayor y solitario me guiñaba el ojo con picardía, y yo le devolví el gesto con tono frío y terminante, mientras pensaba: “¿Acaso este viejo no sabe que no puede alcanzarme? Qué ingenuo, si supiera que 5 minutos atrás fui una completa mujer fatal”
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